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Esa extraña forma de “traicionar” el legado de Chávez

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Por estos días hace dos años ocurrió un hecho que sigue estando presente en la memoria colectiva del país y que a mi modo de ver ha cambiado nuestra forma de ver las cosas, para bien o para mal.

Recuerdo que aquel 4 de agosto, en horas de la tarde, estaba en la casa haciendo las actividades domésticas naturales de cualquier fin de semana. Desde hace bastante tiempo, más por una decisión de terceros que por determinación propia, vivo relativamente cerca de la icónica avenida Bolívar de Caracas, en un edificio desvencijado desde el cual se la puede observar de cabo a rabo.

La avenida tiene un significado especial. Yo siempre he creído que supura historia. En esa avenida el chavismo ha dado las demostraciones de fuerza y movilización de calle más enérgicas de su trayecto en la vida política del país, tanto en tiempos electorales como en los de conflicto.

En una avenida que lleva el mismo nombre, pero esa vez en Puerto Cabello, se cristalizó una de las tantas disputas en caliente con el Imperio estadounidense, cuando Chávez, en 2008, decretó el histórico “Váyanse al carajo, yanquis de mierda, que aquí hay un pueblo digno”, frase que acompañaba la ruptura de las relaciones diplomáticas con Washington en contestación al golpe separatista en Bolivia.

En el paisaje de la Bolívar (aquí vuelvo a la caraqueña) hay una especie de memoria afectiva del proceso: ahí se vivieron momentos de alegría colectiva pero también de incertidumbre y ansiedad cuando comenzaron a sonar los tambores de guerra al inicio de la presidencia de Nicolás Maduro.

Quizás por estas características el 4 de agosto se vivió de una manera particular. Recuerdo que estaba colando un café y escuchando el discurso de Maduro muy a lo lejos desde el televisor de la sala. En realidad no le había prestado mucha atención al evento en el que estaba. De repente sonó un estallido que violentó la calma del día, hizo temblar las paredes por una fracción de segundo y provocó que el café se me cayera al piso con taza, colador y cucharilla incluida.

Uno no está acostumbrado al sonar de una bomba, pero el estruendo permitía hacerse una idea. Fue una explosión salvaje equivalente a la unión perfecta de 60 tumbarranchos navideños reventando el cielo al unísono, un atrevimiento del arte pirotécnico que incluso asustaría a los veteranos del barrio San Agustín, con décadas a cuestas en la dedicada labor de quitarle el sueño a la gente en las fiestas decembrinas.

Lo que vino después ya es conocido por todos: dos drones artillados con dinamita y plomo buscaron impactar la tribuna donde estaba el presidente Maduro y casi todos los representantes de los poderes públicos. De haber llegado a su objetivo, el resultado hubiera sido sanguinario. Uno de los drones se desvió e impactó un apartamento cercano a la avenida, desgraciándole la vida a una familia inocente. El otro fue neutralizado y explotó a una distancia peligrosamente cercana.

Como lo indicaron las pruebas mostradas al poco tiempo, el atentado terrorista fue preparado y organizado desde Colombia, lo que representó un acto de guerra inédito: tanto por el uso de drones para fines magnicidas como por la tercerización de una operación de este tipo en actores no estatales, aunque con luz verde gubernamental.

Habían pasado unos pocos meses de la victoria presidencial de Nicolás Maduro, y el hecho fue una declaración de guerra de lo que al año siguiente se convertiría en una ficción jurídica: el falso interinato de Guaidó; en cierta medida, la aventura de Guaidó fue la continuación del atentado por otros medios.

Porque en ambos casos se trataba de destrozar la Constitución, fuese materialmente sacando del juego a Maduro o institucionalmente convirtiendo al Parlamento en una oficina de intereses económicos y comerciales del Departamento de Estado gringo.

Que el atentado ocurriese en la avenida Bolívar tampoco es ingenuo. Matar al presidente de la República y descabezar a toda la dirección del estado venezolano en la misma plaza donde el chavismo preserva parte de su memoria afectiva tenía como objetivo generar un quiebre histórico y emocional. Asesinar a Maduro, y también moralmente al chavismo, por retruque.

A medida que evoluciona la guerra y Washington agudiza su deriva criminal, no dejo de pensar que ese atentado en realidad “lo cambió todo”, una expresión que se ha puesto de moda con la pandemia de Covid-19.

Creo que sí cambió todo porque corrió un nuevo límite y expuso a Maduro como un objetivo de guerra real. No solo porque contribuyó a “normalizar” eventos similares, porque como sabemos “todas las opciones están sobre la mesa” desde 2017, sino porque fue una exposición de motivos e intenciones.

El magnicidio frustrado del 4 de agosto, ahora lo entendemos con mucha más claridad, fue el paso previo a la recompensa de 15 millones de dólares lanzada por el Departamento de Estado de EEUU para incentivar la captura o el asesinato de Nicolás Maduro. El 4 de agosto fue también el abreboca de la fracasada Operación Gedeón.

Los primeros drones que me dejaron sordo aquel día crearon las condiciones para próximas jugadas igual de explosivas.

Pero a medida que el tiempo corre va dejando lecciones implacables. Los intentos de cargarse a Maduro aumentan.

Sin embargo, pese a esta realidad incontestable, se ha posicionado la tesis de que Maduro ha traicionado el legado, que les ha entregado el país a los capitalistas viejos y nuevos y que su dirección del gobierno ha roto el programa adoptado por la Revolución Bolivariana luego del 11 de abril de 2002.

La hipótesis puede leerse entre líneas como que Guaidó, destruido en su imagen y credibilidad, encerrado en su casa sin mayor proyección mediática que la otorgada por su computadora, ha triunfado en última instancia.

¿Alguien, en su sano juicio, puede considerar a Guaidó y a los sectores que lo apoyan como vencedores?

Creo que la premisa desafía toda lógica, porque si fuera cierto que Maduro ha hecho todo lo que dicen, no habría ninguna necesidad de lanzarle drones, recompensas e incursiones mercenarias dirigidas por mercenarios estadounidenses. No sería un presidente asediado, sino un izquierdista que finalmente “rectificó” y cambió el rumbo como Lenín Moreno.

No tiene sentido afirmar que Maduro entregó la Revolución Bolivariana y que Elliott Abrams, con tono de desespero, diga: “Estamos trabajando duro para que Maduro no siga en el poder para fin de año”.

Y hasta ahora hay serias dudas de que la Casa Blanca esté tan interesada en sacar a Maduro para salvar el legado de Hugo Chávez. Parece que su necesidad de castigarlo está marcada por ese interés.

¿O será, más bien, que ciertos sectores de la izquierda ven en el intento de Abrams un “paso necesario” para recuperar el rumbo chavista originario que supuestamente ha destruido Maduro?

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