Sáb. 30 Noviembre 2024 Actualizado ayer a las 6:30 pm

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La vulgarización ideológica de la sociedad de consumo actual es incluso una realidad que rebasa la distopía planteada por 'Metrópolis' (Foto: Archivo)

Metrópolis y las sorpresas del capitalismo

Para el año 2026, la película de ciencia ficción Metrópolis especulaba sobre el desarrollo final del capitalismo de una forma trágica y distópica. La obra cinematográfica, estrenada en 1927 y realizada por el cineasta Fritz Lang, es consideraba una joya del expresionismo alemán y una apuesta arriesgada en lo técnico por la cantidad de recursos y extras requeridos en la producción.

2026. Ese es el año que la película intentó dibujar cuando salió la luz. Ambientada en la Nueva York del primer tramo del siglo XX que Lang visitó en persona, Metrópolis es una ciudad que emulaba, con rasgos futuristas, los grandes rascacielos y la agitada vida de la meca del capitalismo estadounidense, en aquel momento en el punto máximo de su esplendor.

La ciudad está rígidamente estratificada en dos grandes clases sociales: los ricos, que viven en la superficie, disfrutan de lujos y privilegios, mientras que los trabajadores, apilados en una ciudad-cárcel subterránea, son obligados a trabajar en condiciones de esclavitud para mantener andando el andamiaje de máquinas que brinda energía a la superficie.

Metrópolis está gobernada por Johan Fredersen, una mezcla entre señor feudal y empresario, encargado de mantener inalterado el statu quo. En el primer tramo de la película, su hijo, Freder, conoce a María, una joven que vive en la ciudad subterránea, de la cual se enamora. Corriendo tras de ella, Freder desciende hasta la sala de máquinas de la ciudad y queda perplejo ante la explotación brutal a la que están sometidos los trabajadores, una situación que marcará el desarrollo del resto de la historia.

La película, por su extensión e hilo argumental, tiene un laberinto de detalles que no vienen a cuento. Sin embargo, como aspectos de importancia, está presente la paranoia de Johan Fredersen sobre un supuesto plan de los trabajadores para rebelarse, a raíz de una explosión ocurrida en la ciudad subterránea. María es vista como la principal amenaza, ya que suele consolar mediante historias y relatos a los trabajadores en las catacumbas de la ciudad subterránea, único espacio independiente de las máquinas.

María anuncia la llegada de un mediador, Freder, una especie de Mesías que uniría a través del corazón la cabeza (la superficie) y las manos (la ciudad subterránea) de Metrópolis en nombre de la paz y el amor.

Para contrarrestar a María, Johan Fredersen busca apoyo en Rotwang, un científico con quien tiene un conflicto no resuelto por el amorío que tuvo con su difunta esposa, Hel. Rotwang, en una especulación temprana del transhumanismo tan de moda en tiempos recientes, experimenta con la unión del ser humano y la máquina.

En su laboratorio, Rotwang enseña a Johan Fredersen que logró depositar el alma de Hel en el armazón de un robot. Éste le pide que capture a María y utilice el robot para darle su misma apariencia, con el propósito de que anime a los trabajadores a rebelarse contra las máquinas, lo cual permitiría justificar una represión violenta. Pero el plan de Rotwang busca también destruir la superficie para acabar con Johan Fredersen, utilizando a María para sembrar la discordia y el conflicto entre los ricos.

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En su laboratorio, Rotwang enseña a Johan Fredersen que logró depositar el alma de Hel en el armazón de un robot (Foto: Archivo)

El plan finalmente se concreta. Envalentonados por la María-robot, los trabajadores destruyen las máquinas, causando una inundación que destruye a la ciudad, hasta que, en medio de la refriega y en vista de los niños estaban en peligro de muerte, y ante la acción heroica de Freder y María, ya liberada, se pone punto y final al desastre llevando al robot a una hoguera, momento en que los trabajadores se dan cuenta de tal cosa por la acción del fuego sobre el armazón de metal.

El cierre de la película es indudablemente estúpido, pero ajustado al interés de la época de legitimar una alternativa corporativista a la revolución proletaria y la lucha de clases. Luego del apocalipsis, los trabajadores marchan a la catedral de Metrópolis y estrechan la mano de Johan Fredersen, sellando una alianza de paz con Freder en medio.

Metrópolis es, en cierto punto, optimista con la cultura capitalista que nos ha tocado vivir en la actualidad. Para 2026, la película imaginaba que habría un espacio de encuentro y comunidad para los trabajadores, las catacumbas de Metrópolis, independiente de la explotación y el rigor del trabajo. Pero la evolución contemporánea del capitalismo superó la capacidad de especulación distópica de la obra.

Hoy el ocio se ha proletarizado y el tiempo libre, el poco que nos queda ante una realidad laboral y salarial cada vez más apremiante, se ha convertido en una fuente de ganancias para grandes plataformas tecnológicas que explotan comercialmente nuestros sentidos, intereses, preferencias y estímulos privados.

Esto se ha denominado capitalismo de vigilancia: una arquitectura de dominación algorítmica y extracción de riqueza, personificada en Google y Facebook, cuya base consiste en predecir nuestros comportamientos, deseos y hábitos para luego comercializarlos con empresas y anunciantes.

El capitalismo de vigilancia convierte los datos personales en una materia prima de alta rentabilidad, y el tiempo libre o el descanso en un espacio también de explotación, donde cada elección, like o me gusta da forma a los algoritmos de predicción de comportamiento, lo que se traduce en un trabajo prácticamente gratuito que hincha las ganancias de las empresas tecnológicas.

Para 2026, Metrópolis, con toda su carga distópica, especulaba que al menos existiría un espacio libre de la sujeción impuesta por las máquinas. Pero esa posibilidad parece haber sido cerrada irremediablemente por Google y Facebook, y sus estrategias de explotar el tiempo libre con base a máquinas cómodas y atractivas, de bolsillo, que se han ido convirtiendo en un órgano más de nuestro cuerpo esclavizado por el mercado.

Pese a que el final es ciertamente ridículo, pudiera interpretarse como optimista. Más allá de la pantomima nefasta del acto conclusivo, Johan Fredersen se ve obligado a sellar la paz con los trabajadores estrechando sus manos, reconociendo la dependencia de Metrópolis con la ciudad subterránea.

En este punto, nuevamente, el capitalismo actual ha superado lo que proyectaba la película como un final feliz. La transformación a un capitalismo de tipo posfordista y financiarizado, con relaciones dispersas y cada vez más disgregadas entre el capital, el trabajo y la geografía, hacen imposible la promesa de la película para el año 2026, al menos en su factor de negociación y reconocimiento de esa dependencia.

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Afiche de 'Metrópolis', película de 1927 (Foto: Archivo)

Los Johan Fredersen de la actualidad, que bien podrían ser personificados en Elon Musk, Warren Buffet o Jeff Bezos, no están obligados a pactar la paz con los trabajadores por aquello que el sociólogo Zygmunt Bauman, en su obra Modernidad líquida, alertaba sobre el divorcio de la relación clásica entre el patrón y el obrero tras la transición a un capitalismo de carácter líquido.

El salto cualitativo de esta fase, siguiendo las ideas del pensador polaco, despojó al capital de sus ataduras geográficas y nacionales. Por ende, cualquier intento de rebelión como la planteada por los trabajadores de Metrópolis, puede ser resuelta con una deslocalización de fábricas e inversiones a nuevas zonas donde la mano de obra sea más barata y disciplinada.

Para 2026, la película pronosticaba que los capitalistas se sentirían afectados por la destrucción de sus ciudades de origen donde han asentado su poder. En la actualidad, los grandes capitalistas no viven en ningún lado en concreto. Prefieren distribuir su tiempo de vida viajando por el mundo cuanto sea posible, mientras que los más lunáticos invierten parte de sus inagotables fortunas en aventuras en el espacio exterior, a medida que una ciudad como Nueva York va perdiendo su brillo como epítome de poder y riqueza.

La distopía de Metrópolis nos hablaba de un futuro uniforme que facilitaba la comprensión del conflicto social y político, y donde los intereses de cada clase estaban bien delimitados por la carencia material, en un extremo, y la desproporción de lujos y privilegios, en el otro. No puede afirmarse que la disparidad en riqueza, ingresos y calidad de vida se hayan modificado estructuralmente en tiempos recientes, y los informes de Oxfam están ahí para confirmarlo.

No obstante, la producción masiva de artículos de consumo y la falsa ideología de nivelación social asociados a ellos han debilitado las fronteras rígidas con las que Metrópolis soñaba un futuro distópico. Hoy en día una persona con ingresos más o menos dignos puede acceder al mismo iPhone de última generación que ostenta alguien como Elon Musk y Jeff Bezos. El mismo artificio ideológico se reproduce en una multitud de campos, donde aparentemente la brecha de clase se ve compensada con un acceso, aparentemente generalizado, a productos de consumo que contribuyen al adormecimiento colectivo.

La vulgarización ideológica de la sociedad de consumo actual es incluso una realidad que rebasa la distopía planteada por Metrópolis: la pulsión individualizante del consumismo, la burbuja de narcisismo y vanidad recalcitrante en la que estamos inmersos, han debilitado nuestras nociones y valores compartidos de nación, clase y comunidad, encapsulándonos cada vez más en nuestra limitada y agotadora individualidad.

Quizás en lo único que acertó Metrópolis fue en su planteamiento de una ciudad subterránea donde las máquinas y el cansancio ligado a ellas nos mantienen quietos y disciplinados. Pero no pudo entrever cómo el capitalismo actual convertiría esa represión en un dogma de "progreso" y "libertad individual", aceptado por todos, sustituyendo las máquinas detestadas por los trabajadores por teléfonos sin los cuales no podríamos pensar nuestra vida actual.

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